Estamos en pleno verano, y estos meses de julio y agosto huelen especialmente a vacaciones para la mayoría. Vacaciones pueden ser sinónimo de relajación, tiempo libre, descanso, cambio de hábitos, más tiempo para la familia y los amigos, para viajar, para romper con la rutina… cada cual aprovecha sus vacaciones como puede o como quiere, y eso está bien.
Pero conviene que, como cristianos, nos preguntemos qué papel juega Dios en nuestras vacaciones. Es posible que lo consideremos como una parte de la rutinaria vida del invierno, que sea algo como el trabajo y con la llegada de las vacaciones decidamos aparcarle también hasta que comience un nuevo curso.
Si esto es así somos cristianos de conveniencia, como quienes sólo se acuerdan de Santa Bárbara cuando truena, no? Y podríamos preguntarnos si realmente nos merece la pena echar a perder el trabajo de todo el curso en unos días, porque quizás nos viene mal ir a misa en la playa o el lugar escogido para el descanso estival.
Igual podríamos plantearnos las vacaciones, con el tiempo libre que llevan aparejados, justo al contrario, como un tiempo relajado en el que profundizar en nuestra fe y mantenernos cerca de Dios allá donde estemos porque seguro que no nos gustaría que Dios se fuese de vacaciones justo cuando más creamos que le necesitamos.
No hay duda en que, muchas veces, vivimos un cristianismo de conveniencia, en el que acudimos a Dios y somos parte de
Quizás ahora que aún no rompimos del todo los lazos con la cotidianeidad podríamos plantearnos qué clase de verano queremos y qué clase de cristianos nos gustaría ser en el día a día, más allá del frío y del calor.
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