Ayer, en la reflexión que nos hacía don José Cordero,
leíamos esto: “¿Cuándo se ha cerrado la Iglesia? Lo que se han cerrado son los
templos, no la IGLESIA. La Iglesia sigue abierta y quizá más viva que nunca.
Allí donde hay bautizados, consagrados y laicos, jugándose la vida por los
demás, trabajando incansablemente por los más necesitados, ejerciendo un
voluntariado que no sabe de horario, cuidando con esmero de sus ancianos y
enfermos, estando en casa intentando hacer entender a sus niños la situación
que estamos viviendo y que hay que ser solidarios, etc. Ahí está la Iglesia”.
Una reflexión que nos invitaba a leer lo que nos decía
Monseñor Antonio Gómez Cantero, obispo de Teruel.
En sintonía con ello, quiero también compartir una reflexión
que hace Monseñor Eduardo Horacio García, obispo de la diócesis de San Justo,
Argentina.
"Me hizo ruido, mucho ruido que en estos días circulara un
vídeo dirigido a nosotros, los obispos, con la frase “devuélvannos la
Misa”.
En orden al coronavirus, pareciera que la suspensión de
actividades, dentro de las que se encuentra el culto, no por el culto en sí
mismo sino por la congregación de gente y la posibilidad de contagio, fuera una
cuestión arbitraria. Cuando no lo es.
Si viviéramos realmente como pueblo deberíamos escuchar
también “devuélvannos la educación, devuélvannos Cáritas, devuélvannos el
trabajo, devuélvannos la salud”, devuélvannos tantas cosas que resignamos en
esta cuarentena atendiendo al bien mayor que es la salud de toda la población.
De repente y desde afuera, nos quisieron meter dentro de una
coyuntura de conflicto como si fuéramos una Iglesia perseguida, situación que
ha ocurrido y sigue ocurriendo bajo otros sistemas políticos en varias partes
de mundo. Pero no en nuestro país. A este mapeo le faltan unos actores que claman también a los
obispos: aquellos que proponen con espíritu de cruzada —que es lo que menos
necesitamos en este momento— “juéguense por la fe, nosotros los acompañamos”.
Lo que define a un cristiano no es el ser virtuoso u
observante, sino el vivir confiando en un Dios cercano por el que se siente
amado sin condiciones y que prometió su presencia siempre. Con esta certeza, hoy más que nunca, la Iglesia y los
cristianos tenemos que dar el testimonio de entrega generosa por amor al que
más sufre, creando ambientes de calma, servicio y esperanza.
En este tiempo más que nunca se aplican las palabras del
papa Francisco: “la iglesia como hospital de campaña”. Quizás porque lo estoy
mirando desde la realidad social de mi diócesis ubicada en el partido de La
Matanza donde, si bien los casos de coronavirus aún son pocos, tenemos que
asumir y llevar adelante como se pueda los coletazos de la cuarentena en
nuestras barriadas más vulnerables.
Primero, el hambre, Si no hay trabajo no hay con qué
comprar alimentos. Si no hay escuela no hay comedores escolares funcionando
porque no se puede cocinar en la escuela del Estado, solo se les da a los
chicos una bolsita con alimentos. Desde los comedores, con la ayuda del
Ejército se están repartiendo más de 9.000 viandas; incluso así no alcanzan los
insumos para cocinar todos los días.
La respuesta de muchos que se acercan a buscar comida en
este marco de aislamiento que no se puede cumplir a rajatabla es: “no sé si me
va a agarrar el coronavirus, pero si no como seguro que me muero por hambre”. Y
ahí aparece el otro gran tema de nuestros barrios: no hay dónde cumplir con el
aislamiento necesario para evitar los contagios. No siempre las casas son el
mejor lugar por el hacinamiento, la falta de higiene… Hemos abierto hogares
improvisados para los “sin techo” de modo que mínimamente puedan aislarse:
vienen creciendo de 1 en 100. Me animo a proyectar que dejarán de ser
momentáneos porque, una vez pasada la pandemia, no los vamos a devolver a la
calle.
Como pastor y hombre que ama la Eucaristía (misa), de hecho,
la celebro todos los días a través de las redes sociales para acompañar el
camino de la fe de la gente pero claramente son otras las prioridades para
poder vivir la fe en serio, en lo esencial. Pasada la pandemia los templos
volverán a abrirse, la eucaristía volverá a ser celebrada, pero de la
indignidad, de la falta de futuro, de las secuelas de un virus muchas veces no
se vuelve; y de la cerrazón de corazón, menos.
Subrayo un pensamiento del gran converso John Henry
Newman que anunció esta situación y decía que una fe heredada
y no repensada acabaría entre las personas cultas en «indiferencia», y entre
las personas sencillas en «superstición». Por eso es bueno recordar
algunos aspectos esenciales de la fe. Adorar el cuerpo de Cristo y no
comprometerse eficazmente con la vida del hermano no es cristiano. Quizás
antes de asegurar los barbijos y el alcohol en gel para nuestras celebraciones
en templos abiertos, ¿no tendríamos que asegurarlos para los comedores, las
colas de los jubilados, los chicos o abuelos en situación de calle, el personal
de salud y luego hacer nuestra acción de gracias?
Con asombro leí, y lo respeto, la angustia que en muchos
provocaba no poder comulgar, acaso experimentan la misma angustia al no poder
salir a ayudar en una salita de primeros auxilios o a un anciano que está
aislado. También escuché que sienten que la fe se les debilita al no poder
comulgar y me pregunto: los mártires encarcelados del siglo pasado y de este
siglo que no podían acceder a la misa en sus cautiverios y dieron su vida,
¿cómo lo hicieron? Porque su fe fue robusta para aceptar flagelaciones, hambre,
humillación y muerte. Dios nunca nos deja solos.
Creo firmemente en el Señor presente en la Eucaristía,
centro y culmen de la vida cristiana, pero desde una comunidad que celebra y
toma la fuerza para vivir jugándose por la vida de los demás, no como un self
service de la gracia o un Redoxon de la vida espiritual. De muy poco servirá la reapertura gradual de los templos si
no hay una reapertura radical de la Iglesia de cara a la realidad, sin
ombliguismos seudo religiosos de autocomplacencia.
Insisto: esta experiencia de vivir en cuarentena no nos
puede dejar iguales para continuar con más de lo mismo como si nada hubiera
pasado. Hasta desde el punto del sostenimiento; muchas de nuestras parroquias
sin las celebraciones están al borde del colapso económico. Esto implica sí o
sí repensar el modo de participación de toda la comunidad cristiana.
Vida religiosa on line. Las muchas maneras de encuentros
religiosos en las redes sociales y los medios de comunicación como la
televisión y la radio han obrado como antiparalizantes ante la pandemia y la
fiesta grande que representa en los fieles la Semana Santa. Claro que faltó la
comunidad, el estar juntos. Por eso es fundamental señalar que el trabajo en
las redes es importante si no nos lleva a aislarnos y a cambiar virtualidad por
humanidad.
La vida religiosa digital como recurso nos exige asumirla
como una realidad con sus dinamismos y lenguajes propios. No se trata de hacer
lo mismo pero frente a un teléfono celular o una tablet. Es un espacio más para
repensar y reaprender.
Un sacerdote me contaba hace unos días que sus misas
habituales de día de semana eran agónicas, con 3 o 4 participantes y ahora
tiene más de 60 personas siguiendo la celebración en vivo por una red social.
¿Fruto del encierro? No creo. Analicemos los hechos y capitalicemos la
experiencia: eso sí, todavía no sé cómo. Lo que sí sé es que estamos ante el desafío de leer con
inteligencia los acontecimientos para saber cómo pararnos de un modo real ante
ellos, sin recetarios, como lo hizo Jesús.
Sinceramente espero no se aburran con la lectura, pero creo
firmemente que este es un tiempo propicio para pensar y repensar nuestra fe,
para que al poder volver a las celebraciones comunitarias de la Eucaristía,
vayamos a ella llevando lo vivido en nuestras casas, con nuestras familias, con
los nuestros, pero también llevemos a aquellos que han tenido que pasarla de lo
peor, sin un pan que llevar o han experimentado la enfermedad o el contagio. No
pensemos simplemente volver a la misa, y decir así por así, “Dios nos
protegerá”, recordemos que no hay que tentar nunca a nuestro Dios."
Pablo Soto, vicario parroquial.
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